Este es el inicio de una serie de lecturas que llamaremos "Relatos de La Violencia" en el cual, sus protagonistas nos explican el por qué decidieron tomar el camino de la lucha armada como única expresión política posible en Colombia.
Álvaro Fayad (Primera parte)
Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo del pueblo. |
Poco después de la
muerte de Gaitán asesinaron a Papá: cayó tendido sobre el piso de baldosa
amarilla. Un hilo de sangre inundó de rojo su camisa blanca… corrí a la cocina.
Llené un vaso con agua. Regresé a la sala.
Me arrodillé junto a
él… Quise darle de beber… Quise convencerme de que papá aún vivía…
Yo sólo tenía tres o
cuatro años cuando los conservadores lo mataron. Recuerdo que mamá había
comprado latas de sardinas para comer durante el viaje. Ese día nos íbamos
definitivamente de Ulloa, Valle, donde yo nací. Nos íbamos desterrados de ahí
por la violencia. Minutos antes de la hora fijada para emprender el viaje a
Cartago, alguien golpeó en la puerta de mi casa. Un tipo preguntó si estaba
papá. Dijo que necesitaba que él le diera una recomendación en su calidad de
dirigente liberal del Valle… Papá salió a la puerta. Cuando inclinó la cabeza
para sacar su bolígrafo del bolsillo y firmar la recomendación, el hombre le
disparó… Él cayó. El tipo huyó. Los miembros del notablato conservador llegaron
después… Un cura que todavía vive estaba con ellos…
Preguntaron a gritos si
Fayad había quedado bien muerto.
-De lo contrario lo
remataremos a tiros- dijeron.
Olía a muerto. Hacía
un calor sordo. Mamá nos sirvió sardinas a la hora del almuerzo… Desde entonces
no pruebo las sardinas… Me producen asco. No me traen recuerdos. Me provocan
náuseas simplemente.
Laureano Gómez, líder conservador junto a Alberto Lleras, líder liberal. |
Todo el pueblo supo
que iban a asesinar a papá, todo el pueblo… De su futura muerte se habló en los
cafés, se habló en las calles… Pero como ocurre en la Crónica que una muerte anunciada de García Márquez, nadie le
advirtió que lo iban a matar porque todos creyeron que él ya lo sabía…
Fueron los pájaros
quienes ordenaron su asesinato: políticos portantes: los Lozano, el Cóndor del
Valle… Sí, fueron ellos.
Nos fuimos para
Cartago. Con nosotros llevamos el cadáver de papá. En Cartago lo enterramos.
Allá residía la familia de mamá. Su hermana vivía con nosotros. Mi tía y mi
mamá iban al cementerio de Cartago todos los domingos. Sobre su tumba dejaban
siempre un ramo de flores.
Recuerdo que sufría
mucho cada vez que cambiaban al alcalde de Cartago. Temía que la botaran de la
escuela donde trabajaba como maestra. Cuando nombraban alcalde conservador,
mamá acudía a sus parientes conservadores, personas influyentes. Les rogaba que
intercedieran ante él para que no la destituyeran por el hecho de ser liberal,
de ser la viuda de Fayad, El Turco.
(Sí, mi familia es de
origen libanés. Mi abuelo era rico pero se arruinó. Él se ganaba la vida
vendiendo cachivaches. Acabó voceando los periódicos. Vendo El Baís, El Baís,
pregonaba por las calles del Valle. Nosotros fuimos pobres. Mi papá se dedicó a
la política)
Pues sí, mi mamá
siempre mantuvo a sus hijos con su sueldo de maestra. Nos educó. Ella misma nos
enseñó a leer y a escribir.
Yo era la oveja negra de
la casa. Me expulsaban a cada rato de colegios distintos… No iba a la escuela.
Me la pasaba con la gallada, ahí, en el río, junto a la iglesia, al lado de mi
casa… Tomaba parte en actividades de delincuencia común, en robos chiquitos…
Recuerdo cuando robé un equipo de sonido. Como yo era el más pequeño de la
gallada, el jefe me obligó a entrar por la ventada. Saqué el equipo. Él lo
vendió luego por diez pesos. De eso me dio unos cuantos centavos a penas… A los
diez años visité por primera vez una casa de citas. La visité con la gallada,
por supuesto. Las putas ni siquiera me voltearon a mirar. Pero yo me sentí
importante. Entrar en esas casas daba nivel, daba status. Cuando se iba allá
por primera vez, los demás de la gallada comenzaban a mirarlo a uno con
respeto.
Mi mamá decidió
enviarme al seminario. Me había conseguido una beca. Para ella constituía una
solución: me separaba así de la gallada y se deshacía de una carga económica.
Era todavía niño cuando viajé a Santa Rosa. Ahí ingresé al seminario. Lo
dirigían curas franceses…
Había crecido odiando
a los conservadores, los asesinos de papá, los culpables de que mamá hubiera
quedado viuda, sola, siendo tan joven… Había crecido con el deseo de vengar la
muerte de mi padre. Había crecido oyéndole decir a un tío que ya casi terminaba
de vengarla… Había crecido escuchando hablar de que los liberales sí eran
buenos… De pronto, en el seminario, me encontré con que el mundo no era como yo
creía. Era al revés.
Los curas nos
obligaban cada rato a ir a la biblioteca para mirar un libro repleto de
fotografías tomadas el día de la muerte de Gaitán: incendios, cadáveres en el
suelo, almacenes saqueados, iglesias profanadas, monjas violadas…
Había en el seminario
un retrato enorme de Francisco Franco. En ese mundo monástico impregnado de
tedio que describe Joyce en el Retrato
del artista adolescente, Franco era el salvador de España, una especie de
enviado por Dios para librar a ese pueblo de las garras del comunismo… Los
conservadores eran los buenos… Lo liberales eran los asesinos, los maleantes,
los que violaban monjas… El mundo al revés. ¿O al derecho?
Regresé a Cartago en
vacaciones. A penas vi a mamá le dije que había decidido ser conservador. Ella
nunca hablaba de la muerte de papá. Jamás mencionaba La Violencia. A nosotros
casi nos estaba prohibido recordar, averiguar… Ese día, mamá se enfureció.
-Es imposible que un
hijo mío resulte conservador- decía indignada.
Decidí, entonces,
buscar la verdad. Decidí descubrir, solo, quién tenía la razón. Me dediqué a la
lectura. Pero… no abandoné la gallada. Seguí yendo al río a encontrarme con la
pandilla, a oírles las historias a los que se habían bajado ya a más de uno, a
esperar la noche para recorrer juntos la zona de tolerancia…
En vacaciones iba
durante el día a la biblioteca de Cartago. Recuerdo al viejito, el
bibliotecario. No sé cuál era su nombre. Murió hace poco tiempo… Un día, una
carta suya me llegó aquí, a la cárcel… El viejito me indicaba lo que debía
leer: Berceo, El Arcipreste de Hita, el Romancero español, Quevedo, Calderón de
la Barca, Garcilaso de la Vega…
Regresé al seminario.
Como era buen estudiante me premiaban dándome el manejo de la biblioteca. Yo
era quien guardaba la llave. Por la noche, cuando todos dormían, me encerraba a
leer horas enteras en la biblioteca privada de los curas, no en la del
seminario. Era en aquella donde guardaban los libros prohibidos, los que
figuraban en el Indez. Esos eran los que yo leía. El Índex fue mi salvación… El
Índex y la gallada… Gracias al Índex conocí a Víctor Hugo, a Cervantes, a
Goethe, a Shakespeare, a Kant, a Descartes, a Husserl, a Nietzsche, a Sartre, a
los clásicos en general… Gracias a la gallada que siempre encontré reunida a la
orilla del río que pasaba junto a mi casa, al lado de la iglesia, gracias a
ella que estuvo siempre ahí cuando volvía a vacaciones cada seis meses, no
perdí la noción de lo que es la vida, a pesar de haber permanecido tantos años
entre las cuatro paredes de ese seminario frío, gris, detenido en el tiempo…
Así, entre el
seminario y la gallada, transcurrió mi vida hasta que cumplí quince años.
Entonces ingresé a quinto de bachillerato. Ese año debía decidir si me dedicaba
al sacerdocio, si respondía afirmativamente al llamado de Dios –manifestado en
el hecho de que yo hubiera estudiado entre un monasterio- o si rechazaba la
señal divina para perderme en el mundo del demonio. Eso, según los curas, era
lo que yo tenía que decidir… Aunque usted no lo crea, era muy difícil escoger…
Era algo así como elegir definitivamente entre el infierno y el cielo…
Quise continuar en el
seminario de seis meses de prueba. En ese tiempo debía meditar, debía decidir…
Me trasladaron a un seminario cerca a Bogotá. Mi compañero de cuarto fue Pacho
Morris, el superintendente bancario del gobierno de Turbay. Con Pacho me
escapaba por las noches para ir donde
las novias a recitarles poemas que les escribíamos durante las horas que
debíamos dedicar a la meditación.
Finalizó el periodo de
prueba. Decidí que nunca llevaría una sotana. Abandoné el seminario. Terminé el
bachillerato en cualquier colegio.
En Bogotá ingresé al Departamento de Psicología
de la Universidad Nacional.
Camilo Torres era
entonces profesor y capellán de la Universidad.
Tomado de: Siembra Vientos y Recogerás Tempestades. Patricia Lara.
(Continúa en unos días)
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