Movimiento Jaime Bateman Cayon: Relatos de La Violencia: Álvaro Fayad

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martes, 6 de diciembre de 2011

Relatos de La Violencia: Álvaro Fayad


Este es el inicio de una serie de lecturas que llamaremos "Relatos de La Violencia" en el cual, sus protagonistas nos explican el por qué decidieron tomar el camino de la lucha armada como única expresión política posible en Colombia. 

Álvaro Fayad (Primera parte)

Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo del pueblo.
Poco después de la muerte de Gaitán asesinaron a Papá: cayó tendido sobre el piso de baldosa amarilla. Un hilo de sangre inundó de rojo su camisa blanca… corrí a la cocina. Llené un vaso con agua. Regresé a la sala.

Me arrodillé junto a él… Quise darle de beber… Quise convencerme de que papá aún vivía…

Yo sólo tenía tres o cuatro años cuando los conservadores lo mataron. Recuerdo que mamá había comprado latas de sardinas para comer durante el viaje. Ese día nos íbamos definitivamente de Ulloa, Valle, donde yo nací. Nos íbamos desterrados de ahí por la violencia. Minutos antes de la hora fijada para emprender el viaje a Cartago, alguien golpeó en la puerta de mi casa. Un tipo preguntó si estaba papá. Dijo que necesitaba que él le diera una recomendación en su calidad de dirigente liberal del Valle… Papá salió a la puerta. Cuando inclinó la cabeza para sacar su bolígrafo del bolsillo y firmar la recomendación, el hombre le disparó… Él cayó. El tipo huyó. Los miembros del notablato conservador llegaron después… Un cura que todavía vive estaba con ellos… 

Preguntaron a gritos si Fayad había quedado bien muerto.
-De lo contrario lo remataremos a tiros- dijeron.

Olía a muerto. Hacía un calor sordo. Mamá nos sirvió sardinas a la hora del almuerzo… Desde entonces no pruebo las sardinas… Me producen asco. No me traen recuerdos. Me provocan náuseas simplemente.

Laureano Gómez, líder conservador junto a
 Alberto Lleras, líder liberal.
Todo el pueblo supo que iban a asesinar a papá, todo el pueblo… De su futura muerte se habló en los cafés, se habló en las calles… Pero como ocurre en la Crónica que una muerte anunciada de García Márquez, nadie le advirtió que lo iban a matar porque todos creyeron que él ya lo sabía…
Fueron los pájaros quienes ordenaron su asesinato: políticos portantes: los Lozano, el Cóndor del Valle… Sí, fueron ellos.

Nos fuimos para Cartago. Con nosotros llevamos el cadáver de papá. En Cartago lo enterramos. Allá residía la familia de mamá. Su hermana vivía con nosotros. Mi tía y mi mamá iban al cementerio de Cartago todos los domingos. Sobre su tumba dejaban siempre un ramo de flores.

Recuerdo a mamá, bellísima, con su cabello negro y su mirada limpia…
Recuerdo que sufría mucho cada vez que cambiaban al alcalde de Cartago. Temía que la botaran de la escuela donde trabajaba como maestra. Cuando nombraban alcalde conservador, mamá acudía a sus parientes conservadores, personas influyentes. Les rogaba que intercedieran ante él para que no la destituyeran por el hecho de ser liberal, de ser la viuda de Fayad, El Turco.

(Sí, mi familia es de origen libanés. Mi abuelo era rico pero se arruinó. Él se ganaba la vida vendiendo cachivaches. Acabó voceando los periódicos. Vendo El Baís, El Baís, pregonaba por las calles del Valle. Nosotros fuimos pobres. Mi papá se dedicó a la política)

Pues sí, mi mamá siempre mantuvo a sus hijos con su sueldo de maestra. Nos educó. Ella misma nos enseñó a leer y a escribir.

Yo era la oveja negra de la casa. Me expulsaban a cada rato de colegios distintos… No iba a la escuela. Me la pasaba con la gallada, ahí, en el río, junto a la iglesia, al lado de mi casa… Tomaba parte en actividades de delincuencia común, en robos chiquitos… Recuerdo cuando robé un equipo de sonido. Como yo era el más pequeño de la gallada, el jefe me obligó a entrar por la ventada. Saqué el equipo. Él lo vendió luego por diez pesos. De eso me dio unos cuantos centavos a penas… A los diez años visité por primera vez una casa de citas. La visité con la gallada, por supuesto. Las putas ni siquiera me voltearon a mirar. Pero yo me sentí importante. Entrar en esas casas daba nivel, daba status. Cuando se iba allá por primera vez, los demás de la gallada comenzaban a mirarlo a uno con respeto.

Mi mamá decidió enviarme al seminario. Me había conseguido una beca. Para ella constituía una solución: me separaba así de la gallada y se deshacía de una carga económica. Era todavía niño cuando viajé a Santa Rosa. Ahí ingresé al seminario. Lo dirigían curas franceses…
Había crecido odiando a los conservadores, los asesinos de papá, los culpables de que mamá hubiera quedado viuda, sola, siendo tan joven… Había crecido con el deseo de vengar la muerte de mi padre. Había crecido oyéndole decir a un tío que ya casi terminaba de vengarla… Había crecido escuchando hablar de que los liberales sí eran buenos… De pronto, en el seminario, me encontré con que el mundo no era como yo creía. Era al revés.

Los curas nos obligaban cada rato a ir a la biblioteca para mirar un libro repleto de fotografías tomadas el día de la muerte de Gaitán: incendios, cadáveres en el suelo, almacenes saqueados, iglesias profanadas, monjas violadas…

-Miren las monjas que violaron los liberales. Mírenlas bien- decían.

Había en el seminario un retrato enorme de Francisco Franco. En ese mundo monástico impregnado de tedio que describe Joyce en el Retrato del artista adolescente, Franco era el salvador de España, una especie de enviado por Dios para librar a ese pueblo de las garras del comunismo… Los conservadores eran los buenos… Lo liberales eran los asesinos, los maleantes, los que violaban monjas… El mundo al revés. ¿O al derecho?
Regresé a Cartago en vacaciones. A penas vi a mamá le dije que había decidido ser conservador. Ella nunca hablaba de la muerte de papá. Jamás mencionaba La Violencia. A nosotros casi nos estaba prohibido recordar, averiguar… Ese día, mamá se enfureció.
-Es imposible que un hijo mío resulte conservador- decía indignada.

Decidí, entonces, buscar la verdad. Decidí descubrir, solo, quién tenía la razón. Me dediqué a la lectura. Pero… no abandoné la gallada. Seguí yendo al río a encontrarme con la pandilla, a oírles las historias a los que se habían bajado ya a más de uno, a esperar la noche para recorrer juntos la zona de tolerancia…
En vacaciones iba durante el día a la biblioteca de Cartago. Recuerdo al viejito, el bibliotecario. No sé cuál era su nombre. Murió hace poco tiempo… Un día, una carta suya me llegó aquí, a la cárcel… El viejito me indicaba lo que debía leer: Berceo, El Arcipreste de Hita, el Romancero español, Quevedo, Calderón de la Barca, Garcilaso de la Vega…


Regresé al seminario. Como era buen estudiante me premiaban dándome el manejo de la biblioteca. Yo era quien guardaba la llave. Por la noche, cuando todos dormían, me encerraba a leer horas enteras en la biblioteca privada de los curas, no en la del seminario. Era en aquella donde guardaban los libros prohibidos, los que figuraban en el Indez. Esos eran los que yo leía. El Índex fue mi salvación… El Índex y la gallada… Gracias al Índex conocí a Víctor Hugo, a Cervantes, a Goethe, a Shakespeare, a Kant, a Descartes, a Husserl, a Nietzsche, a Sartre, a los clásicos en general… Gracias a la gallada que siempre encontré reunida a la orilla del río que pasaba junto a mi casa, al lado de la iglesia, gracias a ella que estuvo siempre ahí cuando volvía a vacaciones cada seis meses, no perdí la noción de lo que es la vida, a pesar de haber permanecido tantos años entre las cuatro paredes de ese seminario frío, gris, detenido en el tiempo…

Así, entre el seminario y la gallada, transcurrió mi vida hasta que cumplí quince años. Entonces ingresé a quinto de bachillerato. Ese año debía decidir si me dedicaba al sacerdocio, si respondía afirmativamente al llamado de Dios –manifestado en el hecho de que yo hubiera estudiado entre un monasterio- o si rechazaba la señal divina para perderme en el mundo del demonio. Eso, según los curas, era lo que yo tenía que decidir… Aunque usted no lo crea, era muy difícil escoger… Era algo así como elegir definitivamente entre el infierno y el cielo…

Quise continuar en el seminario de seis meses de prueba. En ese tiempo debía meditar, debía decidir… Me trasladaron a un seminario cerca a Bogotá. Mi compañero de cuarto fue Pacho Morris, el superintendente bancario del gobierno de Turbay. Con Pacho me escapaba por las noches para ir  donde las novias a recitarles poemas que les escribíamos durante las horas que debíamos dedicar a la meditación.

Finalizó el periodo de prueba. Decidí que nunca llevaría una sotana. Abandoné el seminario. Terminé el bachillerato en cualquier colegio. 

En Bogotá ingresé al Departamento de Psicología de la Universidad Nacional.

Camilo Torres era entonces profesor y capellán de la Universidad. 




Tomado de: Siembra Vientos y Recogerás Tempestades. Patricia Lara.

(Continúa en unos días)

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