Movimiento Jaime Bateman Cayon: Relatos de la Violencia: Melisa, historia de una guerrera 2 parte

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jueves, 22 de diciembre de 2011

Relatos de la Violencia: Melisa, historia de una guerrera 2 parte


Sexta entrega de "Relatos de la Violencia". La historia de Melisa, un mujer en la guerra colombiana.

MELISA
(Parte 2 de 4)


A Carlos le saltó un resplandor en la cara cuando le conté que había tomado la decisión. Me habló muy lindo de la revolución, del deber, del futuro. Con él todo era claro.
A los pocos días la señora fea me dijo que si quería podía ir a hacer prácticas con los muchachos. A pesar de que ella no me gustaba por lo seca, quedamos vernos en la estación de los buses el viernes siguiente a las dos de la tarde, “vestida –me dijo- como si se fuera de paseo al río Bache: con ropita vieja”. En la estación cogimos un bus para Palermo y de ahí caminamos, ya con unos muchachos que nos esperaban, hasta un punto llamado Palo Seco. El entrenamiento resultó muy aburrido. Por lo menos para mí, que esperaba algo que tuviera que ver con la guerra, con las armas, con el valor, con el misterio. Se trataba de correr por la orilla del camino durante toda la mañana y después, ya sudados, de discutir lo que llamaban la “situación concreta de la coyuntura”. Esa vez discutimos, o mejor, discutieron ellos sobre el imperialismo y el petróleo en el Huila. Para mí ese cuento era como de marcianos: ni entendía ni me importaba. Yo me la pasaba pensando en Carlos. A la semana siguiente la cosa se volvió más interesante. Después del “jogging” nos explicaron el mecanismo de las pistolas. Como yo sabía armarlas, quedé de reina. Esa noche me llamaron aparte y me comunicaron que tenía que “pagar guardia”. Sentí como si me hubieran nombrado comandante. Para mí era una gran distinción. Me tocaba el turno más difícil, el que después odié: de las 2 a las 4 de la mañana, un turno que cuesta toda la noche, porque esperando la levantada no se duerme y después tampoco, porque a las cinco tocan la diana general. Se duerme uno es en la guardia.

Esa vez la instrucción fue muy simple: “si ve subir al ejército o a los civiles, dé la alarma”. Yo me quedé pensando que de noche esa distinción era casi imposible, y que además no tenía sentido. Mi relevante era Fernando, un muchacho que en vez de dejarme sola se quedó acompañándome hasta que se cumplió mi turno y luego también, hasta que amaneció.  Nos comenzamos a gustar porque en una guardia pasan muchas cosas. Era pequeño pero muy vivo. Yo entreveraba el entrenamiento con las visitas a Carlos. Una semana para cada uno.

Hasta que Carlos salió libre. Entonces me hice su segunda porque él tenía mando en el movimiento. Nos movíamos más de lo que trabajábamos. Él iba a mi casa, donde se hizo amigo de mis papás; íbamos a cine; vimos los miserables; leímos filosofía, que me parecía demasiado mamona. Mi fiebre era el monte, los campesinos que sabían manejar armas. Yo sabía que luchábamos contra la injusticia y eso era suficiente. Pero Carlos, como para provocarme, sólo me dejaba ver por encima, y de lejos. Yo sabía que él hacía cosas serias, se le veía, pero nada, no me daba sino la prueba.

Mi papá, que sabía todo porque yo se lo contaba, era muy comprensivo. Pero mi mamá era celosa, y me peleaba mucho. Nunca supe si porque había dejado de ayudarles a sus amigos, o porque me soñaba una profesional. Ella quería que yo fuera médico o ingeniera, pero yo ya había cancelado ese cuento. Sin embargo, seguí viendo a Carlos y él me trataba como a una niña bien. Me hacía visita de sala, me cogía la mano de cinco a seis, y no le gustaba que yo me vistiera –decía él- como un gamín. A él le gustaba la faldita plisada y a mí los jeans.

Fernando volvió a invitarme a los entrenamientos. Para poder asistir me tocó hablarle claro a mi papá y él me ayudó, como siempre. Nos inventamos que mi abuela estaba enferma en Suaza y que yo tenía que ir a cuidarla los fines de semana. Volví a quedar en una posición incómoda porque Fernando también me gustaba. Me enseñó los secretos de la carabina M1, me enseñó el mecanismo de las granadas, me enseñó a explotar bombas molotov. Me pasaba su tensión y pagábamos guardia juntos.

Un día miércoles, Fernando llegó agitadísimo a contarme que tenía que irse a hacer un reemplazo en un operativo de verdad. Cuando yo oí la palabra “operativo” se me soltaron las piernas. Me tocó sentarme. Hasta ese momento habíamos estado jugando. Como él era tan franco y estaba tan asustado, resolvió contarme de qué se trataba: ni más ni menos que de la Caja Agraria del Guamo. Con tantoentrenamiento no se podía echar para atrás, así que nos despedimos en el monumento de La Gaitana y se fue a cumplir la cita. Me despedí sabiendo que no volvería a verlo. Me quedé prendida del radio. A la una de la tarde anunciaron que habían dado de baja a tres delincuentes que huían con un botín de cinco millones. El carro se había varado y los asesinaron sin que ellos pudieran disparar un solo tiro. El Espacio publicó al otro día la noticia y las fotos. Mi mamá puso el grito en el cielo ¡Yo con ese dolor y ella gritando! 


La muerte de Fernando fue el motivo para romper con el Eme. Me fui a llorar a Suaza, donde mi abuela, para que mi papá pudiera visitarme. Poco a poco me pasó el yeyo y volví a la casa. En vez de la revolución me puse a hacer carpeticas. No quería nada con nada. Le prohibí a Carlos que volviera a llamarme. Para mía la muerte de Fernando fue un punto aparte.


Tomado de: "Trochas y Fusiles" del Sociólogo Alfredo Molano Bravo.


(Continua en unos días)

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