Sexta entrega de "Relatos de la Violencia". La historia de Melisa, un mujer en la guerra colombiana.
MELISA
(Parte 2 de 4)
A Carlos le saltó un resplandor en la cara
cuando le conté que había tomado la decisión. Me habló muy lindo de la
revolución, del deber, del futuro. Con él todo era claro.
A los pocos días la señora fea me dijo que si
quería podía ir a hacer prácticas con los muchachos. A pesar de que ella no me
gustaba por lo seca, quedamos vernos en la estación de los buses el viernes
siguiente a las dos de la tarde, “vestida –me dijo- como si se fuera de paseo
al río Bache: con ropita vieja”. En la estación cogimos un bus para Palermo y
de ahí caminamos, ya con unos muchachos que nos esperaban, hasta un punto
llamado Palo Seco. El entrenamiento resultó muy aburrido. Por lo menos para mí,
que esperaba algo que tuviera que ver con la guerra, con las armas, con el
valor, con el misterio. Se trataba de correr por la orilla del camino durante
toda la mañana y después, ya sudados, de discutir lo que llamaban la “situación
concreta de la coyuntura”. Esa vez discutimos, o mejor, discutieron ellos sobre
el imperialismo y el petróleo en el Huila. Para mí ese cuento era como de
marcianos: ni entendía ni me importaba. Yo me la pasaba pensando en Carlos. A
la semana siguiente la cosa se volvió más interesante. Después del “jogging”
nos explicaron el mecanismo de las pistolas. Como yo sabía armarlas, quedé de
reina. Esa noche me llamaron aparte y me comunicaron que tenía que “pagar
guardia”. Sentí como si me hubieran nombrado comandante. Para mí era una gran
distinción. Me tocaba el turno más difícil, el que después odié: de las 2 a las
4 de la mañana, un turno que cuesta toda la noche, porque esperando la
levantada no se duerme y después tampoco, porque a las cinco tocan la diana
general. Se duerme uno es en la guardia.
Esa vez la instrucción fue muy simple: “si ve
subir al ejército o a los civiles, dé la alarma”. Yo me quedé pensando que de
noche esa distinción era casi imposible, y que además no tenía sentido. Mi
relevante era Fernando, un muchacho que en vez de dejarme sola se quedó
acompañándome hasta que se cumplió mi turno y luego también, hasta que
amaneció. Nos comenzamos a gustar porque
en una guardia pasan muchas cosas. Era pequeño pero muy vivo. Yo entreveraba el
entrenamiento con las visitas a Carlos. Una semana para cada uno.
Hasta que Carlos salió libre. Entonces me hice
su segunda porque él tenía mando en el movimiento. Nos movíamos más de lo que
trabajábamos. Él iba a mi casa, donde se hizo amigo de mis papás; íbamos a
cine; vimos los miserables; leímos
filosofía, que me parecía demasiado mamona. Mi fiebre era el monte, los
campesinos que sabían manejar armas. Yo sabía que luchábamos contra la
injusticia y eso era suficiente. Pero Carlos, como para provocarme, sólo me
dejaba ver por encima, y de lejos. Yo sabía que él hacía cosas serias, se le
veía, pero nada, no me daba sino la prueba.
Mi papá, que sabía todo porque yo se lo
contaba, era muy comprensivo. Pero mi mamá era celosa, y me peleaba mucho.
Nunca supe si porque había dejado de ayudarles a sus amigos, o porque me soñaba
una profesional. Ella quería que yo fuera médico o ingeniera, pero yo ya había
cancelado ese cuento. Sin embargo, seguí viendo a Carlos y él me trataba como a
una niña bien. Me hacía visita de sala, me cogía la mano de cinco a seis, y no
le gustaba que yo me vistiera –decía él- como un gamín. A él le gustaba la
faldita plisada y a mí los jeans.
Fernando volvió a invitarme a los
entrenamientos. Para poder asistir me tocó hablarle claro a mi papá y él me
ayudó, como siempre. Nos inventamos que mi abuela estaba enferma en Suaza y que
yo tenía que ir a cuidarla los fines de semana. Volví a quedar en una posición
incómoda porque Fernando también me gustaba. Me enseñó los secretos de la
carabina M1, me enseñó el mecanismo de las granadas, me enseñó a explotar
bombas molotov. Me pasaba su tensión y pagábamos guardia juntos.
Un día miércoles, Fernando llegó agitadísimo a
contarme que tenía que irse a hacer un reemplazo en un operativo de verdad.
Cuando yo oí la palabra “operativo” se me soltaron las piernas. Me tocó
sentarme. Hasta ese momento habíamos estado jugando. Como él era tan franco y
estaba tan asustado, resolvió contarme de qué se trataba: ni más ni menos que
de la Caja Agraria del Guamo. Con tantoentrenamiento no se podía echar para
atrás, así que nos despedimos en el monumento de La Gaitana y se fue a cumplir
la cita. Me despedí sabiendo que no volvería a verlo. Me quedé prendida del
radio. A la una de la tarde anunciaron que habían dado de baja a tres
delincuentes que huían con un botín de cinco millones. El carro se había varado
y los asesinaron sin que ellos pudieran disparar un solo tiro. El Espacio publicó al otro día la
noticia y las fotos. Mi mamá puso el grito en el cielo ¡Yo con ese dolor y ella
gritando!
La muerte de Fernando fue el motivo para romper con el Eme. Me fui a llorar a Suaza, donde mi abuela, para que mi papá pudiera visitarme. Poco a poco me pasó el yeyo y volví a la casa. En vez de la revolución me puse a hacer carpeticas. No quería nada con nada. Le prohibí a Carlos que volviera a llamarme. Para mía la muerte de Fernando fue un punto aparte.
Tomado de: "Trochas y Fusiles" del Sociólogo Alfredo Molano Bravo.
La muerte de Fernando fue el motivo para romper con el Eme. Me fui a llorar a Suaza, donde mi abuela, para que mi papá pudiera visitarme. Poco a poco me pasó el yeyo y volví a la casa. En vez de la revolución me puse a hacer carpeticas. No quería nada con nada. Le prohibí a Carlos que volviera a llamarme. Para mía la muerte de Fernando fue un punto aparte.
Tomado de: "Trochas y Fusiles" del Sociólogo Alfredo Molano Bravo.
(Continua en unos días)
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