Movimiento Jaime Bateman Cayon: Relatos de la violencia: Melisa, historia de una guerrera 3 parte

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viernes, 23 de diciembre de 2011

Relatos de la violencia: Melisa, historia de una guerrera 3 parte


Séptima entrega de "Relatos de la Violencia". La historia de Melisa, un mujer en la guerra colombiana.

MELISA
(Parte 3 de 4)


Duré un tiempo apartada de todo. Ni estudiaba, ni iba a cine, ni salía con los muchachos, y mucho menos trabajaba en el consejo estudiantil. A puros empujones acabé sexto y me gradué, desganada. Mi mamá montó la cantaleta con la carrera. No hacía otra cosa que ponerme ejemplos con mis primos ricos y con mis primos pobres; con mis hermanos, ambos profesionales, y con mis hermanas, ambas casadas y encerradas haciendo oficio en la casa. Yo la oía como quien oye llover. Pero algo me salpicaba. Me presenté al ICFES porque quería estudiar enfermería a pesar de todo. Pasé las pruebas con muy buen puntaje. Podía así pensar en cualquier carrera. Mi papá insistía en respetarme y me dejó en libertad: “Haga usted lo que haga, siempre será hija mía”, decía.

A la casa seguían llegando los amigos de mi mamá. Ella trataba de que no se demoraran y de que poco hablaran conmigo. Pero como los quería tanto, no había nada que hacer. Decidió ponerla suerte en manos de Dios y tal como lo temía, pasó. En una de esas llegó un tal Villafañe. Un negro bien para él, de bigote y ojos negros brillantes. Me llamó la atención porque vestía  una camisa de rayas horizontales y un pantalón de rayas verticales. Lo llamé el señor T. Para mí un cucho. Mal contados tendría unos 35 años. Era un buen contador de historias de guerra, y lo hacía de tal manera que se colocaba de héroe sin mencionarse. Muy astuto. Tenía los dientes separados, y cuando se reía se le veía por ahí, dando vueltas, algo de fiera. Yo sentía que el cuento volvía a comerme. Una tarde acompañé a Villafañe donde el médico. Mientras esperábamos me contó una historia que me hizo reír mucho y que me fue soltando otra vez. Resulta que la comandancia del frente ordenó la toma de Rionegro, Huila, un pueblo pequeño construido por los militares en los años sesenta para montar una base desde donde atacar a Riochiquito, república de Ciro Trujillo.

Para hacer inteligencia, el mando había destacado a un par de indígenas paeces que se llamaban dizque Walter y Elizabeth, nombres, claro, de guerra. Fueron, hicieron la inteligencia y volvieron. En el informe dijeron que había varias “trincheras”. Pero a la hora de la verdad la guerrilla resultó sitiada por un anillo de policías porque las tales “trincheras” eran túneles. Ellos habían confundido las palabras. Por ahí se escapó el enemigo y cogió a los muchachos por la retaguardia. Mataron a varios guerreros. Villafañe se reía de esto y a mí me hacía gracia que él tuviera sentido de humor a pesar de lo negro de la historia.

Así pasó un tiempo. Él me contaba las cosas como para entretenerme. Pero a mí por dentro todo se me iba cocinando, hasta que le pedí ingreso. Le dije: “Si alguna vez resuelven pedir mi militancia, yo diría que bueno”. Parecía una declaración de novia. Villafañe no me respondió nada. Su silencio, bien pensado, me dio rabia y al mismo tiempo aumentó mi gana. A los tres meses volvió el tipo y me dijo que se había aceptado mi solicitud, y que –si todavía estaba dispuesta- nos iríamos el domingo siguiente, el Día de la Madre. Me quedaban cuatro días para arreglar mis cosas, decirle a mi gente y –pensaba yo- hacer maleta.
De entrada le conté a mi papá. Él me respondió: “Ay, mija, eso es muy duro; usted no sirve para eso. Si no le gusta hacer oficio aquí, ¿qué va a ser capaz de andar por allá en esos páramos sin comida ni casa? Eso no. Eso déjelo para los que estén acostumbrados a echar pata. Usted ya estudió: salga adelante”. “Pero papá –le argumenté-, uno se acostumbra a todo; usted mismo me ha enseñado a querer este país y a buscar una salida diferente a la del hambre y la desesperación, así que yo me voy”. “Usted verá –volvió a decirme-. Eso usted sola lo decide. Yo no voy a decirle si sí o si no”.

A mi mamá no quise comentarle nada. Pensé que era mejor que me diera el beso y la bendición de todos los días, y así tampoco le dañaba la fiesta de la madre. Desde que Villafañe me anunció el viaje, abrí mi maleta y comencé a echar mis cosas: todo lo que traía un recuerdo lo echaba. Era un arrume de Blue Jean, camisas y cinturones, un medio transistor, un costurero pequeño, una máquina para afeitarme las piernas y las axilas, un perfumerito de conchas rosadas, un espejo con tapa de carey, una bolsa de peluche llega de cosméticos; una chompa de piel y otra de cuero, mis tenis rojos y mis botas negras, dos balacas de terciopelo, una sudadera gris que me había regalado mi mamá en navidad y estaba sin estrenar, un álbum de fotografías y un libro secreto, Juan Salvador Gaviota; una colección de monitos de “Amor Es”, un tulipán de yeso y el estilógrafo que me había regalado mi papá cuando aprendí a leer. En fin, me quería llevar todo lo que dejaba. Cuando Villafañe se dio cuenta me dijo: “No, si usted no va para el convento, sino para el monte. Allá lleva sólo lo que es capaz de cargar, que su caso –me dijo mirándome las caderas-, no serán más de tres kilos. Lleve sólo un blue jean, dos camisas y unas botas. Lo demás déjeselo a guardar a su mamá”. Ese “mamá” me sonó como un irrespeto. De todos modos eché algunas cosas y dije: “si tengo que botar algo, lo hago por allá”.

A mi mamá le dejé una carta que decía más o menos que me iba para la guerrilla porque quería hacer algo distinto; que  a mí no me faltaba nada en la casa, pero que me creía con el deber de hacer un país donde todos cupiéramos; que me perdonara las lágrimas y las angustias que mi decisión le iba a causar, pero que en el fondo seguía el ejemplo que me había dado. Escogí terminar una frase que Carlos me había escrito en un memo: ser revolucionario es el puesto más avanzado a que un hombre puede aspirar, y me despedía diciéndole que si algún día yo moría, esperaba que ella fuera fuerte.

El domingo cogimos un bus para Ibagué. Allí nos quedamos dos días mientras Villafañe hizo una vuelta que a mí me parecieron misteriosísimas. Después nos montamos en un Bolivariano para Popayán, pero pasando por Santander de Quilichao el hombre me dijo: “aquí es, llegamos”. Villafañe miraba mi maleta pero no decía nada. Yo la cargaba armada de valor. No quería dar el brazo a torcer. Hacía como si no me importara. Cuando nos bajamos me presentó al compañero encargado de llevarme hasta el comando. Yo quedé a su disposición. Me dijo que se llamaba Hugo, pero que le decían Bagazo. Me preguntó cómo me llamaba y le di mi nombre verdadero, Elisa. Era campesino, medio indígena, muy seco. Me sentí de golpe muy ajena a ese mundo en el cual –pensaba yo- tendría que pasar el resto de mi vida. Si la gente por la que estaba dispuesta a luchar era toda tan dura como Bagazo, lo mejor era no esperar a que me dieran las gracias, pensé, y me reí.

Como adivinando lo que pensaba, me dijo: “Usted deja aquí toda su pendejada o no sube”. Solté mi pendejada y me monté en el carro que nos esperaba. Pero comencé a llorar loma arriba. Creo que sólo se oía el motor y mi chirimía, y para ajustar comenzó a llover. Llegamos a Tacueyó ya de noche, y sin haberme avisado, comenzamos a caminar hasta eso de las diez de la noche. Yo no sabía manejar esas botas, que además me quedaban grandes. Me caí muchas veces. Bagazo no hacía más que maldecir su suerte. A eso de las diez llegamos a un arrimadero que ellos tenían. Esa noche no pude dormir porque tenía un ojo puesto sobre la respiración de Bagazo. El menor cambi0o me dejaba sentada en la cama. Pero no pasó nada: el hombre era brusco pero correcto. Amanecimos en un sitio que se llama Santo Domingo, una hoyada llena de palmeras de páramo. Había miles. Era raro ver tanta palma entre la niebla y el frío. Había miles. Era raro ver tanta palma entre la niebla y el frío. De ahí salimos muy madrugados. El camino seguía loma arriba, sin ningún descanso; Bagazo no paraba de caminar. A la hora me comenzó un mareo y unas ganas de vomitar como si estuviera esperando. ¿Pero de quién?, pensaba yo, y por más que trataba de vomitar, no me salía nada. Sólo lágrimas y más lágrimas. Los pies me comenzaron a arder y a pelarse del calor.

Entonces fue cuando decidí que no daba un paso más. Me ranché y cuando pude hablar le dije a Bagazo que me matara. Pero a él le dio risa y se fue. Al rato volvió con un caballo. Yo nunca había montado en una bestia, no sabía qué era eso ni por dónde se cogía. Como las reglas cambiaron, yo cambié las mías y me fui montando en ese caballo terco y mañoso, que siempre anduvo por donde quiso sin obedecerme. Se arrimaba contra los matorrales y contra las cercas; para él el buen camino no era el mío. Por momentos tenía que cerrar los ojos porque cogía por la orillita del camino que daba a los precipicios. Yo miraba eso como un abajo que parecía un adentro, y se me cortaba la respiración. Terminé por dejar que la bestia decidiera por dónde coger. Fue el comienzo de una lección que todavía no he terminado de aprender. 


Por la noche fuimos llegando a un sitio llamado La Susa. Allá ya estaba Villafañe, que había llegado Dios sabe por dónde. Pedí permiso para calentar agua y meter los pies, que tenía desollados, y esa misma noche comenzó el problema. Tan pronto apagaron la vela Villafañe cayó en mi cama. Decía que él me había traído como su mujer, que de otra manera él no había aceptado el encarte. Le dije: “No, señor, yo vine por convicción y no por vicio. Yo no soy de nadie. Ni siquiera soy todavía mujer. Usted es un viejo degenerado”, y salí corriendo a meterme en la cama de la compañera que nos alojaba. Ella me defendió y paró a Villafañe: “Si usted sigue jodiendo –le dijo-, doy la queja al comando para que lo sancionen. ¿Usted qué se cree: la ley? ¡Sin vergüenza!

Tomado de: "Trochas y Fusiles" del Sociólogo Alfredo Molano Bravo.


(Continúa en unos días)


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