Movimiento Jaime Bateman Cayon: Relatos de la violencia: Melisa, historia de una guerrera 4 parte

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lunes, 26 de diciembre de 2011

Relatos de la violencia: Melisa, historia de una guerrera 4 parte

Octava entrega de "Relatos de la Violencia". La historia de Melisa, un mujer en la guerra colombiana.

MELISA
(Parte 4 de 4 Final)


Llegar al Secretariado es ambición de todo guerrillero. Allá viven hombres que uno ha soñado conocer porque se nombran todo el día y porque de muchas maneras uno depende de ellos.De Ipiales viajé a Neiva a ver a los niños, y luego me enfleté para Bogotá, hice los contactos y salí por Fusagasugá para Cabrera. Me esperaban una compañera y las botas de caucho para subir al páramo, atravesarlo y caer, tres días después de haber salido, a La Caucha, donde aquel entonces había uno de los campamentos del Secretariado. Aunque estaba desacostumbrada a caminar, volví a coger el ritmo muy pronto y, como llevaba tanto impulso, nada se me hizo feo ni largo. Llegamos de noche.  Nos recibió Benítez, que había sido el comandante del séptimo y ahora era jefe de escoltas de Jacobo.
A Jacobo yo le tenía miedo. Me habían contado tantas cosas de él y tenía tanto poder, que uno a veces dudaba de que existiera. Cuando lo vi por primera vez me pareció que lo conocía desde hacía muchos años. Preguntó si yo era Melisa. Me presenté y me puse a sus órdenes. Me dijo: “Ala, china, primero descansa y después hablamos, porque hay mucha cosa por allá en las zonas del Cauca”. Así era. Mientras yo estuve en Quito sucedió el mierdero ese con los Francos y los asesinatos de Tacueyó, hechos por Delgado. Yo algo sabía porque me habían contado y porque conocí algunos personajes de la historia. Alguna vez vi al mismo Delgado, un hombre buen mozo, muy nombrado para todo, que manejaba una red urbana y sabía mucho de organización. En una época fue el niño consentido de Jacobo. Le gustaba la plata y con ella lo compraron: le gustaba el poder y con él lo conquistaron. Tan pronto vio la papaya de tomarse el mando lo hizo. Plata y poder. Vendió a todos sus amigos y traicionó al resto. Cuando se sintió acorralado, decidió acabar con todo. Se envició a la sangre, que es la medio hermana del dinero y del poder, y cuando vio que no le resultaban sus planes se enloqueció.

Comenzó a matar a sus enemigos –a los que él creía sus enemigos- y luego el círculo se le amplió hasta que abarcó a sus amigos, uno por uno. Pero tanto muerto coge fuerza y para vencerla se necesitan más muertos y más muertos. Así hasta que acabó con medio movimiento. Cada muerto traía al siguiente, y para borrarlo tenía que matar a otro y a otro, así hasta el final. Una matazón. Delgado le hizo más daño en un año al movimiento que todo el ejército junto durante cuarenta. Jacobo estaba enterado de todo, al milímetro. Hacía que uno le contara el mismo cuento varias veces. Yo le conté lo que sabía de Tacueyó: Delgado acabó primero con los de Cali, grupo por grupo, y después siguió con los de Medellín, también grupo por grupo. Cuando acabó, se perdió.

Jacobo me dijo que necesitaba que fuera hasta Tierradentro en un fin de semana y regresara antes del martes. Así lo hice. Salí el viernes a Bogotá, el sábado cogí el avión hasta Neiva, el domingo llegué a Tierradentro, el lunes estaba de regreso y el martes en el Sumapaz, donde me esperaba el viejo. Yo creo que era por probarme, porque después me cogió una gran confianza.

Jacobo me mandó a hacer un curso rápido en la Escuela Nacional de Cuadros. Un sitio feo por lo barrancoso y lo frío. Lo llamábamos El Hueco porque allá nunca entraba el sol.  Desde que entré hasta que salí, Jacobo no hizo más que recochar conmigo mandándome unas cartas que empezaban: “Cuando los caobos son rojos…”, y terminaban: “cuídate, muñequita de almíbar”. Pero no sólo cartas me mandaba, sino ropa limpia y mecato, que yo compartía con mis compañeros de curso. Él se daba mañanas para hacerme llegar uniformes secos y limpios, porque sabía que uno en ese hueco se mantenía todo húmedo. Él era muy vanidoso y le gustaban las buenas cosas. No tomaba sino Remy Martin y fumaba Kool; mandaba hacer sus camisas y sus chompas. Cuando Jacobo mandaba traer telas, se sabía que había que pedir en el almacén lo más escandaloso y chillón que hubiera.

Usaba unas guayaberas que no era capaz de ponérselas sino él: atigradas, verdes con morado, doradas, plateadas. Se encaprichaba con las  cosas más raras: una máquina para contar dólares que había visto anunciada en una revista japonesa; unas arepas que vendían en Anolaima y que llaman “Mocosas”; una reproductora de casetes marca Sony, una grabadora Aiwa 206, libretas de tránsito para topografía, curubas de Santa Sofía, Boyacá; fríjoles de Ubaté. En fin, difícil. Jodía mucho con su dentadura, que era una caja grandísima. Mandaba subir al dentista para no quedarse sin dientes. Una vez que el dentista se dio cuenta de que le estaban sacando espinillas, le dijo que era mejor la pomada peña. Mandó traer dos docenas y se untó una caja entera un día que salió al páramo. Se quemó todo y quedó como un caratejo casi un mes por vanidoso. Yo lo llegué a querer mucho, era como mi papá. Me gustaba pillarle las novias. Yo sabía que cuando dormía solo, la cama le amanecía arreglada, pero cuando dormía acompañado amanecía como cuarto de locos. Conmigo fue muy respetuoso, aunque era también muy celoso.

Después salí para arriba, para el Secretariado. Jacobo me había mandado llamar para ayudarle. Yo dudé mucho en aceptar y en volver a separarme del Frente, porque había mucho que hacer. Me habían nombrado en el Estado Mayor, pero el viejo comenzó a llamarme y a llamarme hasta que me tocó salir. Busqué la entrada por Colombia, Huila, para no dar la vuelta por el Sumapaz. Llegué a Baraya, y muy madrugada salí en bus para coger temprano la trocha. Pero en una de esas apareció un retén militar. Nos hicieron bajar, nos requisaron y ya no íbamos a  volver a subir cuando oí decir: “Esa es la mona”. Me volteé y alcancé a ver a Humberto, un muchacho desertado, que me conocía. El teniente se me acercó, me pidió papeles y le ordenó al cabo detenerme sin siquiera preguntarme quién era. Mi problema era que yo llevaba una carta del Estado Mayor para el Secretariado. El cabo, muy obediente, me llevó al puesto y cuando estábamos esperando al teniente, yo le dije al hombre: “Permítame el baño, cabo, que estoy dando salticos”. Al tipo no se le dio nada y me mostró dónde podía entrar. Yo que entro y comienzo a comerme esa carta. Pero era casi imposible. A uno con los nervios se le seca la boca y mojar ese papel a pura baba era muy difícil. Botarla no se podía y romperla tampoco. Tocó lavarla con agua para que las letras se medio borraran y aceptar que llevaba una comunicación. Yo que acababa de borrar y entra el teniente como un tote, madreando al cabo por imbécil. Me rapó el papel y la montó: “¿Qué es esto? ¿Qué decía? ¿Por qué lo lavó? ¿Quién es usted?” Acababa de firmar mi sumario.


Me cogió por las mechas y me tiró al piso. Un jalonazo de pelo, sin más ni más, por más prevenido que uno esté, duele y, sobretodo, humilla. La humillación es un arma muy efectiva porque lo va haciendo sentir a uno no sólo débil sino culpable y, por tanto, malo. En el suelo me cogió a patadas. Sentía esas botas clavarse en mis riñones con rabia. No sabía qué me hacía sentir ajena de mí, como  si yo fuera otra persona, pero al mismo tiempo algo me impedía pedir clemencia. Que le hombre me hubiera encontrado el papel fue bueno, a pesar de todo, porque eso me evitó tener que montar un cuento y defenderlo hasta que me lo hubieran desmontado y entonces, en ese momento, me había tocado decir quién era: un correo. Se ganó tiempo y me ahorré patadas.

El teniente insistió en que yo le dijera, “por las buenas”, qué decía la carta; yo le respondí que no había alcanzado a leerla. Recordé la fórmula de un amigo: yo estoy obligada a dar mi nombre y mi rango. Recibí la misma respuesta, un bofetón que me hizo sentir todos los huesos de mi cara y los de la mano de teniente. Llamó a unos soldados y le dijo al cabo: “Cuelguen a esta hijueputa chusmera de las tetas, a ver sí es tan berraca”. No sé si era amenaza o para montarla de fiero, o que no encontraron con qué colgarme, pero el caso fue que no me las tocaron ni para bien ni para mal. Sin embargo, me amarraron los brazos por detrás, echaron una soga por encima de una viga y templaron.

De una quedé guindada, las manos por detrás, a la altura de la nuca, y sostenida en la punta de los pies. Un centímetro más arriba y me hubieran despresado. El teniente se arrimó, me alzó por las piernas, me subió  y me soltó. El golpe se recibe en los hombros por dentro, en la columna, en el cuello, en los codos. Un dolor terrible, seco, regado por atrás. Grité y el hombre repitió la dosis. Yo pensé que no resistía dos mecidas de esas, que a la siguiente perdía el sentido. Pero no. Ellos sabían donde apretar sin dejar marca. Volvió a subirme y a soltarme. No una sino varias veces, y por último dijo: “Déjenla guindada alto, hasta que escurra lo que trae por dentro”. Lo primero que se duermen son los brazos, pero no dejan de doler; luego el cuello y los hombros y por último la columna. Uno siente cómo se van desordenando los huesos, cómo ceden las coyunturas, cómo se interrumpe el resuello, cómo la sangre comienza a no llegar a la cabeza, hasta que deja uno de oír sus propios alaridos. Al final sentó que el piso del mundo se me caía contra la cara.

Volví en mí cuando abrí los ojos frente a unos zapatos brillados, lisos y negros. Un sargento bien compuesto me preguntaba si me dolía la cabeza. En realidad no sabía si me dolía, porque no la podía ubicar. EL hombre tenía una manera suave de tratarme. Comenzó a llamarme “animalito de monte”, un nombre bastante ridículo pero que en aquellas circunstancias sonaba muy amable. Poco a poco fui volviendo en mi cuerpo, o a lo que podía sentir de él. Los brazos se demoraron más en llegar y el dolor en los hombros era insoportable. Me preguntó cómo me llamaba, de dónde era, cómo me habían detenido y cómo me habían tratado. Me aclaró que era de la Procuraduría Delegada para las Fuerzas Armadas y que su objetivo era saber sólo cómo había sido el trato. Le conté y me puse a llorar como su hubiera encontrado a mi mamá. Cuando ya había soltado todo y la esperanza de que las cosas iban por buen camino, apareció el teniente con la pregunta de antes: “¿Qué decía la carta?” Me dijo: “Usted puede escoger, usted ya saber de qué se trata una y otra cosa. Por las buenas, la libertad; por la malas, la soga. Usted es libre de escoger”.


Tengo que confesar que en ese momento, si yo hubiera sabido qué decía la carta, hasta digo. Uno no es dueño de sus miedos ni de sus dolores, pero yo no sabía lo que decía el papel ese. Pensé que inventando podía salir del problema y entonces volvió el sargento bueno y comenzó a interrogarme. El teniente a gritos, el sargento con amabilidad. Me estaban partiendo en dos. Lo grave de hablar algo es que ellos no saben hasta dónde sabe uno, o mejor, ellos siempre creen que uno sabe más, y tiran a sacárselo a la fuerza, y a la fuerza van haciendo lo mismo que Delgado: por borrar una cagada hacen otra, hasta que dejan el hueso y como no hay procuraduría, uno sale desaparecido. Por eso en el fondo me daba más miedo el bueno que el malo.

El teniente se fue desesperado conmigo. Los tenientes son peligrosos porque quieren ganar condecoraciones rápido, quieren ascender y el orden público es su oportunidad. Lo que no hacen antes de ser capitanes después les queda más difícil. Por eso quieren ganar méritoscon dolores ajenos y mi teniente estaba decidido a salir de capitán. Me amarró frente al sargenteo, cruzó la soga por la viga y comenzó a jalar. El sargento me vendó y volvieron a la misma cosa: ¿qué decía la carta? Yo volví a sentir lo mismo hasta que conté lo que sabía, que no era mucho. Lo que me parecía clave lo guardé muy bien guardado, porque hacía parte de mi corazón y porque la vida de los muchachos estaba en juego. Resolví entonces acusarme yo misma para pagar así mi confesión. El teniente había ganado a costa de su propia indignidad.

Me fui recuperando muy despacio. Pasé en el batallón más de un mes, hasta que un delegado de Derechos Humanos me ubicó y pidió mi libertad condicional. A mí me hicieron confesar contra mí, pero no me habían montado ni un sumario. A nadie habían detenido y la información que les di es la misma con que he armado este cuento. Salí del batallón un lunes 6 de agosto. El jueves estaba entrando otra vez al Sumapaz. Llovía y yo comencé a meterme en una congoja que venía en contravía. No tenía por qué estar triste habiendo salido libre, pero una lloradera que me salía de adentro, de más adentro que siempre, me tenía derrotada. En El Confín me quedé una noche. Los muchachos estaban alegres con verme y sus chanzas me borraron la pendejada que yo cargaba. Pero al día siguiente volvió la misma suspiradera tan pronto me despedí de ellos y me boté loma abajo. Cada paso que daba me hundía más. Yo decía para mis adentros: “No he hecho nada malo, no he matado, no he traicionado, no he mentido, ¿Será que le pasó algo a mi gente? ¿Será que a los viejos y al niño les sucedió algo malo?” Trataba de distraerme en el camino, con los recuerdos, con los pensamientos, pero nada, siempre volvía a caer en el mismo sitio. Corrí por esas lomas haciendo derechazos, acortando el camino, como si tuviera una cita, como si alguien me estuviera esperando para irse.

Y así fue. Tal cual. Llegando a Ucrania había un retén. Los guerreros dizque a no dejarme pasar. Me dijeron: “Hay órdenes de no dejar entrar a nadie”. Estaban serios, muy serios. La cosa era grave. Algo había pasado. Nunca antes se había visto que en territorio de uno, los mismos de uno no lo dejaran pasar. Yo pregunté, pero no me dijeron nada. Me contestaron que habían recibido la orden sin más.

Yo me hice la pendeja y me guindé de un palo a esperar. Pedí permiso para irme a bañar, y como no me acompañaron, decidí desobedecer y subirme río arriba.

Trepé por los barzales como poseída. El lagrimeo se cambió por rabia. Desde lejos alcancé a ver que en El Pueblito había movimientos raros. Pensé en que se había entrado la chulada, pensé que habían decretado la invasión, pensé que Marulanda se estaba despidiendo, pensé que estaban en consejo de guerra. ¡Qué no pensé! Lo que no pensé fue lo que había pasado: Jacobo acababa de morir.

El Secretariado se había reunido aquel viernes como todos los días. Jacobo estaba igual que siempre, mamando gallo, dando órdenes, discutiendo. Pero de un momento a otro se paró de la mesa sin motivo y trató de salir de la salita donde estaban hacia su alcoba. En la puerta dobló. Alfonso alcanzó a sostenerlo, pero como era un hombre grande, le ganó el peso. Cuando Jacobo llegó al suelo estaba muerto. No hizo un gesto de dolor ni alcanzó a decir una sola palabra. Se fue sin despedirse. A mí la lloradera me aumentó al pensar que el viejo me venía diciendo adiós desde que entré al Confín. Y que yo había sido la única que, sin entender, sabía que el viejo nos dejaba.

No salí del llanto en muchos días. No volví a hablar con nadie hasta que el camarada Raúl Reyes, una semana después, me llamó a rendir cuentas. Le conté la misma historia que ahora firmo de mi puño y letra.

Melisa
Pueblito, agosto 30 de 1990.


Tomado de: "Trochas y Fusiles" del Sociólogo Alfredo Molano Bravo.


Comenzaremos con un próximo relato en unos días

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