MELISA
(Parte 1 de 4)
“Pase lo que pase de aquí no me
muevo”, dije, y me senté. Me senté como si hubiera nacido ahí, en ese sitio,
debajo de una cócora altiva desde donde se ve toda la hoya del río Palo hasta
Santander de Quilichao.
“Sentarse a llorar no es un buen principio
cuando se ingresa a la guerrilla”, pensé, cuando en esas me volvió la vida al
cuerpo. “Si yo tengo que acostumbrarme a estas montañas –dije-, ellas tendrán
que acostumbrarse a mí. No hay caso de ser lo que no se es”.
Esa mañana habíamos salido de la
terminal de buses de Ibagué y casi dormida había llegado a Santander. Allá me
dejó Villafañe en manos de un compañero campesino llamado Bagazo. Corto de
palabra, lo primero que dijo fue que con la ropa que llevaba puesta no iba a
llegar a ninguna parte, y sin más explicaciones fue a comprarme unas botas de
caucho, un pantalón caqui y una camisa habana. Quedé como disfrazada de
Añoviejo: todo me colgaba, porque al compañero no le importaba las tallas sino
los colores. Por eso me hizo dejar mis straples rojos, mi falda amarilla y unas
sandalias nuevas que acababa de comprar. Cuando me miré en el espejo comencé a
llorar, a llorar como una huérfana. Tenía por costumbre arreglarme frente
al espejo el uniforme militar que me
ponía para jugar con mi papá “al desfile”. El había estado en el ejército y
guardaba todo lo que lo había hecho feliz en cuartel: uniformes,
condecoraciones, pistolas. Es ese mismo orden me ponía sus recuerdos. Cuando ya
estaba lista él me revisaba muy despacio, toda, de arriba abajo. Sentía su
mirada recorrerme buscando una falla, y esperando que comenzara a darme voces
de mando. Entonces yo no me cambiaba por nadie. Era feliz.
Mi papá había alcanzado a ser
sargento primero en el ejército. Le tocó la violencia dura en el Quindío, y a
veces nos contaba las peleas con la chusma y los encuentros con el propio
Tirofijo, en el Páramo de Las Hermosas. Poco le gustaba hablar de esto porque
era dirigente sindical y porque sabía que mi mamá recibía gente del monte en la
casa.
Con mi mamá, en cambio, hicimos
otro mundo, más real, más duro. Los amigos que venían a visitarla, siempre
oliendo a humo, eran también mis amigos. Llegaban a la casa embarrados y
sudados y nosotros les dábamos una muda limpia, recién planchada, que siempre
teníamos lista. Duraban pocos días, hablaban poco y se iba por donde habían
llegado, sin decir ni adiós ni hasta luego, cosa que me molestaba porque unas
gracias no le quitan nada a nadie. Yo no sabía quiénes eran, pero de verlos
tanto tampoco me importaba.
Un día mi mamá me llevó al Parque
Santander en Neiva, donde vivíamos, a una manifestación. Dábamos vueltas y
vueltas refundidos entre la gente, hablando pendejadas, hasta que alguien
gritó: “¡Ahí llegan!” Entonces nos juntamos y comenzamos a cantar el himno
nacional. De una radiopatrulla bajó Humberto Moncada, que venía esposado.
Alguien le dio un clavel rojo y él lo levantó, haciendo con la otra mano la V
de la victoria. Humberto era uno de los amigos de mi mamá y ese día, por
primera vez, supe quiénes eran.
Los juegos con mi papá y los
amigos de mi mamá me hacían sentir diferente a todas mis compañeras del María
Auxiliadora. En ese colegio yo sobraba. Así que la monté para que me cambiaran
a un colegio nacional, al José Eustasio Rivera, donde tenía amigas que, por lo
menos, se vestían como yo. Después de pelear y pelar, mi mamá aceptó el cambio.
En el nuevo colegio había consejo
estudiantil. Yo comencé a colaborar porque mi papá me había explicado de qué se
trataba el cuento. El era dirigente sindical de los ferrocarriles y creo que
hasta trabajaba para el Partido Comunista. Sacamos una cartelera denunciando
las injusticas de los profesores, discutiendo el contenido de las materias y
denunciando al imperialismo yanqui. Yo era la encargada de conseguir recortes
de fotografías para ambientar el mural y así me fui resbalando en este mundo.
Me sentía segura porque tenía mis cartas escondidas: los uniformes de mi papá y
los amigos de mi mamá. Me gustaba vivir el juego de tener dos vidas: la de
estudiante y colaboradora del consejo estudiantil, y la otra, que no nombraba
por su nombre para no quitarle es misterio que tenía. Cuidaba mis dos vidas
para no dejar que se enredaran.
Los desfiles con mi papá
progresaban. De los uniformes y las historias sobre la violencia pasábamos al
manejo de armas. Me enseñó a desarmar la pistola hasta que llegué a hacerlo con
los ojos vendados y así ascendí, en el escalafón que teníamos, a cabo segundo.
Por el otro lado, mi mamá me mandaba los domingos, que era el día de visita
conyugal, a ver a sus amigos presos en la cárcel. Había que llegar a las tres
de la mañana para hacer la cola. Se entraba sin calzones, para que con sólo
levantarse la falda nos dejaran pasar sin tocarnos.
Humberto era un duro. Muy
respetuoso. Yo le entregaba la carta en la celda, él la leía con cuidado y la
respondía. Mientras tanto yo miraba su altar: recortes de la revista Unión
Soviética pegados en la pared, con fotos de Marx, Engels, Lenin, trigales de
Ucrania y edificios de Moscú.
En el colegio me nombraron
representante del quinto año al consejo estudiantil. Me sentía presidente de la
república. Mi primera tarea consistió en ayudar a organizar una manifestación,
junto con la gente de la Universidad Surcolombiana, para protestar contra los
bombardeos que el ejército estaba haciendo en la región de El Pato, Balsillas y
Guayabero. Fue una manifestación muy bien organizada. Salimos del Colegio en
fila de tres en fondo hasta la carrera quinta, donde nos encontramos con la
gente la Universidad. Llegando al monumento de La Gaitana un piquete de policía
nos cerró el paso. Veníamos coreando consignas contra el rector, contra el
gobernador, contra el imperialismo yanqui y a favor de las residencias. Al
detenernos la policía, fuimos rompiendo fila y amontonándonos para oír lo que
los dirigentes discutían con el coronel, cuando de golpe cargaron a garrote.
Todos corrimos hacia atrás y comenzamos a sentir las bombas de gas lacrimógeno
que pasaban raspándonos. Una de ellas le dio en la cabeza a un pelado que
corría cerca a mí. Oí su grito. Me devolví y el muchacho estaba sangrando. Lo
alzamos y lo sacamos del tropel. Nos dimos cuenta de que el golpe le había
sacado un ojo. Pedíamos a gritos una ambulancia. Nadie nos ayudaba hasta que
llegó la policía, alzó con el muchacho y
de paso con todos los que estábamos con él.
Fuimos a parar todos a la
estación, incluyendo al del ojo, que estaba en las últimas, o así nos parecía.
Les gritábamos a los tombos que no fueran asesinos, que atendieran al herido.
Ellos nos respondían que nosotros éramos comunistas y chusmeros. Por fin,
cuando ya no había nada que hacer, cargaron con el pelado para el hospital. A
nosotros nos reseñaron, pero a la mayoría nos tuvieron que soltar porque no
habíamos cumplido los dieciocho años reglamentarios. En la estación nos habían
plantoneado durante casi seis horas. A mí me había tocado al lado de un
compañero de la Surcolombiana llamado Carlos. Estudiaba química y en vez de
maldecir y de insultar a la policía, recitaba pedazos enteros de Juan Salvador
Gaviota, un libro que yo conocía muy bien porque lo leímos con mi papá. Cuando
comenzaron a soltar a los menores, él me pidió que llamara a un número y dijera
simplemente: “Carlos está preso”. El sabía que lo iban a dejar porque lo tenía
fichado. Así fue. A la salida llamé por teléfono y dije lo que tenía que decir.
La mujer que me contesto me pidió el favor de volver a llamarla al otro día.
Muy intrigada así lo hice.
Me preguntó si nos podíamos ver. Le dije que sí, que claro. Sagradamente cumplí la cita. Ella me tenía que identificar por una boina negra. Casi no puedo dormir la noche anterior del goce de tener que conseguir una boina negra y de ir a una entrevista tan rara. En la calle, esperándola, sentía que todo el mundo me miraba. Después de un rato se me acercó una mujer muy fea: no se parecía a la voz que me había hablado por teléfono, pero de todas maneras me puse a sus órdenes, y órdenes fue lo que me comenzó a dar, sin más no más. Me dijo que si yo podía ir a la cárcel donde habían trasladado a Carlos a llevarle un mensaje. Respondí que sí, que yo podía hacer eso. Me dio un bodoque de papel envuelto en cinta pegante, me pidió mi teléfono y quedo en llamarme.
Yo fui a la cárcel y le entregué
a Carlos el correo. Era un hombre muy claro. Tenía los ojos altos, como con
algo muy importante que decir. Era suave. Me pidió que volviera. No quise
hacerlo hasta cuando pensarlo se convirtió en mi noche y me día. Lo acusaron de
ser enlace de la guerrilla y le montaron un consejo de guerra. Yo no entendía
mucho, pero me parecía muy interesante lo que pasaba. Comencé a visitarlo cada
domingo. Dejé de ayudarle a mi mamá con su Humberto y me dediqué a lo mío. Me
volví correo entre Carlos y su gente, que era gente del Eme.
Un día dijeron que si yo quería
ayudarles en firme. Les contesté que sí, estaba destinada –porque así lo
sentía- a esa vida.
Tomado de: "Trochas y Fusiles" del Sociólogo Alfredo Molano Bravo.
(Continúa en breve)
(Continúa en breve)
No hay comentarios:
Publicar un comentario