Movimiento Jaime Bateman Cayon: Relatos de la Violencia: La mítica Casa Verde - Alfredo Molano

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lunes, 2 de enero de 2012

Relatos de la Violencia: La mítica Casa Verde - Alfredo Molano


Décima entrega de "Relatos de la Violencia"

La mítica "Casa Verde" (Parte 1 de 3)


Llegamos a la célebre Casa Verde. No nos detuvimos porque nuestros guías tenían el tiempo contado. Al atardecer subimos la cuesta más empinada de todo el trayecto y luego caímos abruptamente sobre un llanito donde se agrupaban cuatro casas hechas de madera y zinc. Tan pronto nos detuvimos se acercó un guerrillero que identificamos al instante. Se trataba de Braulio Herrera. Los guías le hicieron un saludo militar y le dijeron: “Permiso, mi camarada, para informar la misión cumplida sin novedad”. “Gracias, compañeros”, respondió Braulio, y dirigiéndose a nosotros, nos saludó con mucha afabilidad. Hablamos, claro está, del viaje sin atrevernos a preguntarle si la actividad que habíamos visto era normal o,por el contrario, algo excepcional, hasta que él nos sacó de dudas: “Estamos cambiando de casa porque aquí en la Caucha –tal era el nombre del sitio la que habíamos llegado- se acabó la leña para cocinar y Marulanda prohibió que se siguieran tumbando palos en el páramo”. La explicación nos dejó más intrigados aún. Entonces, nos preguntábamos con los ojos, ¿cuántos guerrilleros son para haber acabado con un bosque sólo para cocinar? Y más al fondo: ¿quién es Marulanda, el que manda hacer tal movilización para no acabar de dañar los páramos?

Estábamos haciéndonos estas preguntas cuando nos pillamos, con el rabo del ojo, que nos miraban con mucho detenimiento desde una de las casas vecinas al sitio en que conversábamos con Braulio. Se trataba del mismísimo Marulanda. Tenía una toalla amarrada a la cabeza, verde oliva, de marca Ives Saint Laurent, vestía de civil y no llevaba armas. Se acercó y nos preguntó “¿Y qué los trajo por aquí tan lejos?” “No, pues queríamos conocerlo y saludar a Alfonso”, le respondimos con timidez. “Pues muy bueno, pues así se dan cuenta quiénes somos, ¿no? Camarada –dijo dirigiéndose a Braulio-, vamos a buscar a Cano, y que acomoden esta gente abajo, en el salón de conferencias”.

El sitio adonde habíamos llegado quedaba más alto que el campamento general y constituía, digamos, el barrio de Manuel. Además de su propia casa, donde vivía con Sandra, su esposa, estaba la casa de Braulio, la de Joselo, el compadre que lo acompañó desde los años cincuentas, y la casa de los escoltas personales. Más abajo estaba el cuarte donde vivían Jacobo, Alfonso Cano, Raúl Reyes y Timoleón. Estaban también los cuarteles de hombres y mujeres, la plaza de armas, la rancha o cocina, los baños, las caballerizas, el salón de actos y el citado salón de conferencias. Vale decir que la cocina de Jacobo era personal.

Nos salió a recibir Alfonso Cano con el uniforme bien planchado y las botas de cuero, brillantes. Nos abrazó muy fraternalmente mientras nos decía: “Me alegro mucho de verlos. ¿Cómo los trataron?” Su acento bogotano nos hizo sentir en la Avenida Chile. Ya en confianza y sin que Marulanda se diera cuenta, le preguntamos: “Hombre, Guillermo, ¿y qué bajan en esas cajas de madera?” Nos respondió riéndose: “La biblioteca de Jacobo”. Nos invitó a saludarlo y a conversar con él.


Jacobo vivía en el segundo nivel de una serie de alcobas que rodeaban el salón de actos. Su apartamento-oficina lo vigilaban dos guerrilleros armados con R-15 que nos evocaron los guardias que cuidaban la tumba de Lenin en Moscú. No se movían de su sitio, ni siquiera pestañeaban. Tenían algo de solemne y de ridículo al mismo tiempo. De golpe se abrió una de las puertas del segundo piso y salió una carcajada seguida de Jacobo. A pesar de haberlo visto mil veces en fotografía y de ser –digamos- una figura familiar, tuve la impresión fugaz de no saber quién era ese hombre que nos saludaba desde arriba preguntándonos por lo que en ese momento comenzaba a dolernos: las peladuras en la entrepierna, producidas por los tres días a caballo. A renglón seguido gritó: “Esa vaina se les quita con manteca de riñonada. Mañana matan” Hay que decirle a l compañero que le saque la grasa al riñón de la res”. Nos invitó a seguir y, una vez sentado alrededor de su mesa de trabajo –puesto de mando-, le pidió a Olguita, su compañera, que nos destapara una botella de Remy Martin. Ella cumplió la orden mientras nosotros nos detallábamos embelesados todo lo que Jacobo tenía sobre la mesa: una pistola Beretta desarmada, una linterna de rayos ultravioletas, dos cápsulas para escopeta, una foto de él montando a caballo, una foto de Rosa Luxemgurgo, una florero con flores de arrayán, un vaso de cristal, unos binóculos, una bufanda roja, piedritas de muchos tamaños y colores y un estilógrafo que, nos explicó, era una bomba con explosivo plástico que habían desactivado en el jeep de Pardo Leal días antes de que fuera asesinado.

Pero si la mesa tenía cosas extrañas, el cuarto era aún más atractivo: una colección de armas dentro de las cuales pudimos distinguir una metralleta Thompson, de las que usaba Al Capone en Chicago, una mini-uzzi, un fusil Grass de la Guerra de los Mil Días y otros aparatos que no distinguimos. Tenía también una pesa para contar billetes, una curubas, unos mangos, una cafetera que no le vimos usar y una percha con diez bufandas y diez cachuchas.

Abierta la botella nos sirvió medio vaso a cada uno; él se excusó de beber “por cuanto me tienen recetado. Pero eso no importa. Beban, que para eso lo traemos directamente de la bella y lejana Francia”. Sabíamos que estábamos frente a un hombre extraño, y en el curso de la conversación nos mostró que no estábamos equivocados. Jacobo no podía hablar de una sola cosa, hablaba de todas al tiempo. Hacerle una entrevista resultaba imposible. Sabía demás muchas cosas. Saltaba con versatilidad del cultivo de papa en el páramo al problema de las regalías petroleras, de una emboscada hecha en Quipile en el año 52 a los mecanismos legales para decretar una amnistía. Era una mezcla muy seductora de general conservador de la Guerra de los Mil Días, terrorista ruso anterior a la revolución de 1905, monje benedictino, anarquista español, áulico de María Cano, terrateniente de páramo, filipichín de los años veintes y guerrillero liberal. Era sin duda todo eso. Hablaba como si estuviera echando un discurso en la Cámara de Representantes y luego como si estuviera dictando una cátedra en la universidad. Por momento parecía respondiendo una entrevista a un periodista de Le Monde. Podía gritar como un capitán de caballería en medio del combate, o adelgazar la voz como confesor de viudas ricas. Sin duda uno de los personajes más atrayentes y contradictorios que haya conocido.

Hablaba disparado. Pedía tinto, conversaba por radio-teléfono con Álvaro Leyva, con Rafael Pardo, con el Cura Pérez, con Carlos Ossa. Volvía a sentarse y nos contaba que una vez, en una travesía por la Serranía de La Macarena, en medio de la selva, se les apareció un perro, “pero era un perro salvaje, un ejemplar de clase, alto, de ojos azul profundo, un bello animal. Yo me quedé extasiado mirando. ¡Qué porte! ¡Qué clase! Estaba yo contemplándolo, cuando en esas y el comandante de la guerrilla, un campesino bárbaro, saca tamaño pistolón y le da tres tiros. Yo sólo alcancé a decirle: no, no sea bruto, no lo mate. Es que en la guerrilla nos hace falta mucha educación. Mi lucha por hacerles comprender a los guerrilleros la importancia de la naturaleza es constante y a veces hasta inútil. Le disparan a todo”.

El tema nos dio oportunidad para plantearle una tendencia que habíamos observado en muchas zonas de bonanza: la de que los comandantes suelen ser muy fáciles de sobornar, como cualquier autoridad oficial. Muchos ganaderos, comerciantes de coca, terratenientes, transportadores, ponen a su favor a la guerrilla comprando al comandante. Nos miró en silencio, con esas gafas gruesas y verdes que usaba, que parecían una muralla, se paró, trajo una caja grande y la abrió: eran joyas, aparentemente finas, relojes dorados, dijes, anillos, cadenas. Nos dijo: “Todas esas vainas han sido confiscadas a comandantes. Tengo prohibido esa vagabundería de recibir regalos. El oro a todos corrompe. Acabamos de estatuir la Orden de Marquetalia y voy a manda a fundir todas estas arepas para hacer condecoraciones y así cambiar el vicio de recibir sobornos en oro por el de ganarse el oro combatiendo. Se les da una arepa de oro en forma de gran cruz por sus méritos y nos sacamos la corrupción de encima. La gana que despierta el oro es de todo ser humano; la astucia está en saber manejar ese instinto”.

Después de almorzar nos dijo que nos veríamos en la noche. Olga le tenía preparada el agua tibia para bañarse. Se disculpó diciéndonos que a su edad el frío era un enemigo. “Por eso nostrastiamos con los chécheres para tierra caliente. Estos páramos son para los jóvenes”.

Alfonso, que había permanecido en silencio todo el tiempo, nos condujo al salón de conferencias donde íbamos a dormir. Era una alcoba grande, que tenía sobre las paredes varios mapas de las batallas de Bolívar tomados de la obra de Álvaro Valencia Tovar, El ser guerrero del Libertador. Jacobo dictaba a los comandantes recién graduados en la Escuela Militar Guerrillera una serie de conferencias que él llamaba “Cátedra Bolivariana”. Era un gran lector, un hombre instruido, pero ante todo un animal político de combate. Le interesaba, no obstante, sólo lo que le servía en su lucha contra el establecimiento. Fue en su juventud obrero petrolero y como tal participó el 9 de abril de 1948 en la toma de la alcaldía y en la formación de un gobierno local que se llamó la Comuna de Barranca, dirigida entre otros por Apolinar Díaz Callejas y por Rafael Rangel, un célebre guerrillero liberal. La comuna duró en el poder más de dos semanas, hasta que el ejército nacional la cercó y obligó a un acuerdo desfavorable para los insurrectos. Jacobo se unió a las fuerzas guerrilleras que organizó Rangel y con él empezó a pelar contra el gobierno conservador. Un tiempo después apareció como comandante guerrillero en la zona de Quilipe, Cambao, Puerto Nariño. 

Días después se volvió a tener noticias de él en la Guerra de Villarica, donde usaba el nombre de Luis Morantes. Es posible que en esa época se hubiera encontrado con Marulanda en el sur del Tolima, donde los comunistas tenían una importante base política desde los años veintes, como se refiere en el relato de El Davis. De nuevo se encontró con Tirofijo en Marquetalia, y desde esa fecha en adelante no se volvieron a separar


(Tomado de "Trochas y Fusiles del sociólogo Alfredo Molano Bravo)


Continúa en unos días...

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