Décima entrega de "Relatos de la Violencia"
La mítica "Casa Verde" (Parte 1 de 3)
Llegamos a la célebre Casa Verde.
No nos detuvimos porque nuestros guías tenían el tiempo contado. Al atardecer
subimos la cuesta más empinada de todo el trayecto y luego caímos abruptamente
sobre un llanito donde se agrupaban cuatro casas hechas de madera y zinc. Tan
pronto nos detuvimos se acercó un guerrillero que identificamos al instante. Se
trataba de Braulio Herrera. Los guías le hicieron un saludo militar y le
dijeron: “Permiso, mi camarada, para informar la misión cumplida sin novedad”. “Gracias,
compañeros”, respondió Braulio, y dirigiéndose a nosotros, nos saludó con mucha
afabilidad. Hablamos, claro está, del viaje sin atrevernos a preguntarle si la
actividad que habíamos visto era normal o,por el contrario, algo excepcional,
hasta que él nos sacó de dudas: “Estamos cambiando de casa porque aquí en la
Caucha –tal era el nombre del sitio la que habíamos llegado- se acabó la leña
para cocinar y Marulanda prohibió que se siguieran tumbando palos en el
páramo”. La explicación nos dejó más intrigados aún. Entonces, nos
preguntábamos con los ojos, ¿cuántos guerrilleros son para haber acabado con un
bosque sólo para cocinar? Y más al fondo: ¿quién es Marulanda, el que manda
hacer tal movilización para no acabar de dañar los páramos?
Estábamos haciéndonos estas
preguntas cuando nos pillamos, con el rabo del ojo, que nos miraban con mucho
detenimiento desde una de las casas vecinas al sitio en que conversábamos con
Braulio. Se trataba del mismísimo Marulanda. Tenía una toalla amarrada a la cabeza,
verde oliva, de marca Ives Saint Laurent, vestía de civil y no llevaba armas. Se
acercó y nos preguntó “¿Y qué los trajo por aquí tan lejos?” “No, pues
queríamos conocerlo y saludar a Alfonso”, le respondimos con timidez. “Pues muy
bueno, pues así se dan cuenta quiénes somos, ¿no? Camarada –dijo dirigiéndose a
Braulio-, vamos a buscar a Cano, y que acomoden esta gente abajo, en el salón
de conferencias”.
El sitio adonde habíamos llegado
quedaba más alto que el campamento general y constituía, digamos, el barrio de
Manuel. Además de su propia casa, donde vivía con Sandra, su esposa, estaba la
casa de Braulio, la de Joselo, el compadre que lo acompañó desde los años
cincuentas, y la casa de los escoltas personales. Más abajo estaba el cuarte
donde vivían Jacobo, Alfonso Cano, Raúl Reyes y Timoleón. Estaban también los
cuarteles de hombres y mujeres, la plaza de armas, la rancha o cocina, los
baños, las caballerizas, el salón de actos y el citado salón de conferencias.
Vale decir que la cocina de Jacobo era personal.
Nos salió a recibir Alfonso Cano
con el uniforme bien planchado y las botas de cuero, brillantes. Nos abrazó muy
fraternalmente mientras nos decía: “Me alegro mucho de verlos. ¿Cómo los
trataron?” Su acento bogotano nos hizo sentir en la Avenida Chile. Ya en
confianza y sin que Marulanda se diera cuenta, le preguntamos: “Hombre,
Guillermo, ¿y qué bajan en esas cajas de madera?” Nos respondió riéndose: “La
biblioteca de Jacobo”. Nos invitó a saludarlo y a conversar con él.
Jacobo vivía en el segundo nivel
de una serie de alcobas que rodeaban el salón de actos. Su apartamento-oficina
lo vigilaban dos guerrilleros armados con R-15 que nos evocaron los guardias
que cuidaban la tumba de Lenin en Moscú. No se movían de su sitio, ni siquiera
pestañeaban. Tenían algo de solemne y de ridículo al mismo tiempo. De golpe se
abrió una de las puertas del segundo piso y salió una carcajada seguida de
Jacobo. A pesar de haberlo visto mil veces en fotografía y de ser –digamos- una
figura familiar, tuve la impresión fugaz de no saber quién era ese hombre que
nos saludaba desde arriba preguntándonos por lo que en ese momento comenzaba a
dolernos: las peladuras en la entrepierna, producidas por los tres días a
caballo. A renglón seguido gritó: “Esa vaina se les quita con manteca de
riñonada. Mañana matan” Hay que decirle a l compañero que le saque la grasa al
riñón de la res”. Nos invitó a seguir y, una vez sentado alrededor de su mesa
de trabajo –puesto de mando-, le pidió a Olguita, su compañera, que nos
destapara una botella de Remy Martin. Ella cumplió la orden mientras nosotros
nos detallábamos embelesados todo lo que Jacobo tenía sobre la mesa: una
pistola Beretta desarmada, una linterna de rayos ultravioletas, dos cápsulas
para escopeta, una foto de él montando a caballo, una foto de Rosa Luxemgurgo,
una florero con flores de arrayán, un vaso de cristal, unos binóculos, una
bufanda roja, piedritas de muchos tamaños y colores y un estilógrafo que, nos
explicó, era una bomba con explosivo plástico que habían desactivado en el jeep
de Pardo Leal días antes de que fuera asesinado.
Pero si la mesa tenía cosas
extrañas, el cuarto era aún más atractivo: una colección de armas dentro de las
cuales pudimos distinguir una metralleta Thompson, de las que usaba Al Capone
en Chicago, una mini-uzzi, un fusil Grass de la Guerra de los Mil Días y otros
aparatos que no distinguimos. Tenía también una pesa para contar billetes, una
curubas, unos mangos, una cafetera que no le vimos usar y una percha con diez
bufandas y diez cachuchas.
Abierta la botella nos sirvió
medio vaso a cada uno; él se excusó de beber “por cuanto me tienen recetado.
Pero eso no importa. Beban, que para eso lo traemos directamente de la bella y
lejana Francia”. Sabíamos que estábamos frente a un hombre extraño, y en el
curso de la conversación nos mostró que no estábamos equivocados. Jacobo no
podía hablar de una sola cosa, hablaba de todas al tiempo. Hacerle una
entrevista resultaba imposible. Sabía demás muchas cosas. Saltaba con
versatilidad del cultivo de papa en el páramo al problema de las regalías
petroleras, de una emboscada hecha en Quipile en el año 52 a los mecanismos
legales para decretar una amnistía. Era una mezcla muy seductora de general
conservador de la Guerra de los Mil Días, terrorista ruso anterior a la
revolución de 1905, monje benedictino, anarquista español, áulico de María
Cano, terrateniente de páramo, filipichín de los años veintes y guerrillero
liberal. Era sin duda todo eso. Hablaba como si estuviera echando un discurso
en la Cámara de Representantes y luego como si estuviera dictando una cátedra
en la universidad. Por momento parecía respondiendo una entrevista a un
periodista de Le Monde. Podía gritar como un capitán de caballería en medio del
combate, o adelgazar la voz como confesor de viudas ricas. Sin duda uno de los
personajes más atrayentes y contradictorios que haya conocido.
Hablaba disparado. Pedía tinto,
conversaba por radio-teléfono con Álvaro Leyva, con Rafael Pardo, con el Cura
Pérez, con Carlos Ossa. Volvía a sentarse y nos contaba que una vez, en una
travesía por la Serranía de La Macarena, en medio de la selva, se les apareció
un perro, “pero era un perro salvaje, un ejemplar de clase, alto, de ojos azul
profundo, un bello animal. Yo me quedé extasiado mirando. ¡Qué porte! ¡Qué
clase! Estaba yo contemplándolo, cuando en esas y el comandante de la
guerrilla, un campesino bárbaro, saca tamaño pistolón y le da tres tiros. Yo
sólo alcancé a decirle: no, no sea bruto, no lo mate. Es que en la guerrilla
nos hace falta mucha educación. Mi lucha por hacerles comprender a los
guerrilleros la importancia de la naturaleza es constante y a veces hasta
inútil. Le disparan a todo”.
El tema nos dio oportunidad para
plantearle una tendencia que habíamos observado en muchas zonas de bonanza: la
de que los comandantes suelen ser muy fáciles de sobornar, como cualquier
autoridad oficial. Muchos ganaderos, comerciantes de coca, terratenientes,
transportadores, ponen a su favor a la guerrilla comprando al comandante. Nos
miró en silencio, con esas gafas gruesas y verdes que usaba, que parecían una
muralla, se paró, trajo una caja grande y la abrió: eran joyas, aparentemente
finas, relojes dorados, dijes, anillos, cadenas. Nos dijo: “Todas esas vainas
han sido confiscadas a comandantes. Tengo prohibido esa vagabundería de recibir
regalos. El oro a todos corrompe. Acabamos de estatuir la Orden de Marquetalia
y voy a manda a fundir todas estas arepas para hacer condecoraciones y así
cambiar el vicio de recibir sobornos en oro por el de ganarse el oro
combatiendo. Se les da una arepa de oro en forma de gran cruz por sus méritos y
nos sacamos la corrupción de encima. La gana que despierta el oro es de todo
ser humano; la astucia está en saber manejar ese instinto”.
Después de almorzar nos dijo que
nos veríamos en la noche. Olga le tenía preparada el agua tibia para bañarse.
Se disculpó diciéndonos que a su edad el frío era un enemigo. “Por eso nostrastiamos
con los chécheres para tierra caliente. Estos páramos son para los jóvenes”.
Alfonso, que había permanecido en
silencio todo el tiempo, nos condujo al salón de conferencias donde íbamos a
dormir. Era una alcoba grande, que tenía sobre las paredes varios mapas de las
batallas de Bolívar tomados de la obra de Álvaro Valencia Tovar, El ser guerrero del Libertador. Jacobo
dictaba a los comandantes recién graduados en la Escuela Militar Guerrillera
una serie de conferencias que él llamaba “Cátedra Bolivariana”. Era un gran
lector, un hombre instruido, pero ante todo un animal político de combate. Le
interesaba, no obstante, sólo lo que le servía en su lucha contra el
establecimiento. Fue en su juventud obrero petrolero y como tal participó el 9
de abril de 1948 en la toma de la alcaldía y en la formación de un gobierno
local que se llamó la Comuna de Barranca, dirigida entre otros por Apolinar
Díaz Callejas y por Rafael Rangel, un célebre guerrillero liberal. La comuna
duró en el poder más de dos semanas, hasta que el ejército nacional la cercó y
obligó a un acuerdo desfavorable para los insurrectos. Jacobo se unió a las
fuerzas guerrilleras que organizó Rangel y con él empezó a pelar contra el
gobierno conservador. Un tiempo después apareció como comandante guerrillero en
la zona de Quilipe, Cambao, Puerto Nariño.
Días después se volvió a tener noticias de él en
la Guerra de Villarica, donde usaba el nombre de Luis Morantes. Es posible que
en esa época se hubiera encontrado con Marulanda en el sur del Tolima, donde
los comunistas tenían una importante base política desde los años veintes, como
se refiere en el relato de El Davis. De nuevo se encontró con Tirofijo en
Marquetalia, y desde esa fecha en adelante no se volvieron a separar
(Tomado de "Trochas y Fusiles del sociólogo Alfredo Molano Bravo)
Continúa en unos días...
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